Buenos días, Santiago. Es un placer entrevistarte. Publicaste hace unos meses tu novela La Panamericana con la editorial Huerta Grande, y está recibiendo críticas positivas desde entonces. ¿Qué ha supuesto este libro para ti?
Ha supuesto el término de un largo ciclo. Comenzó cuando terminé el colegio, no quise entrar a la universidad, y preferí salir a recorrer distintos países de América en una especie de búsqueda del título de viajero. En unos viejos cuadernos quedaron registrados esos viajes, que treinta años después, en un mundo muy distinto, tomarían la forma de La Panamericana. La novela relata ese salto temporal, casi distópico, cuando su protagonista, el viajero Vicente Concha, termina trabajando para una compañía de videojuegos que interviene su mente.
La Panamericana es la expresión máxima del nihilismo, o al menos así configura la narración el protagonista, Vicente Concha. Nos gustaría que nos hablaras un poco más de él y cómo llegaste a construir ese rico mundo interior que posee.
Si nihilista es alguien que se da sus propias pautas de vida, equivocadas o no, sin someterse a ningún tipo de doctrinas, que se sigue a sí mismo, Vicente lo es. Pero si nihilista es el que por rechazo a los convencionalismos culturales rechaza todo sentido moral, hasta la empatía, Vicente no creo que sea nihilista. Digo «no creo» porque tampoco puedo asegurarlo. Los personajes de los libros cobran vida cuando son inabarcables y contradictorios, como las personas de carne y hueso.
En el primer movimiento de La Panamericana Vicente es un personaje literario bastante conocido, un viajero existencial tipo El extranjero de Camus, ahogado en su propia libertad, bordeando la autodestrucción. Pero en el segundo capítulo Vicente Concha conoce a los tres, sufre una especie de renacimiento hacia una felicidad, o ilusión de felicidad. El tercer capítulo sería la caída de esa ilusión.
Culturalmente estos movimientos los conocemos como Infierno, Paraíso y su nostalgia. Son estados psicológicos que por lo demás cualquier persona experimenta diariamente. Como sea, ante los escenarios más adversos, a pesar de su desarraigo, Vicente, héroe o antihéroe, nunca renuncia a su libertad individual. Tampoco anda escupiendo el agua del pozo, es decir, desparramando su dolor por el mundo. Ese derecho a dolernos frente a lo demás puede ser la creencia de un tipo de superioridad moral. No veo a Vicente en esa actitud. Incluso el amor o la ilusión del amor que siente por Ivonne, que nunca lo corresponde, le basta a Vicente para seguir manejando el viejo Buggati, siempre más al sur.
Vicente inicia su aventura on the road gracias a que se encuentra con los tres, Ivonne, Max y Jerónimo, en un puerto amazónico de Colombia. Estos construyen y culminan esas expectativas románticas del protagonista gracias a la fatalidad poética que los habita. ¿Sella su propia naturaleza su destino? ¿Crees en el destino o somos nosotros los artífices de nuestro futuro?
No había notado esa fatalidad poética que mencionas. Como los paisajes en la Panamericana, que cambian desde la selva y pasan por el desierto, hasta los hielos del sur, tanto los tres como Vicente son muy distintos entre sí. Pero algo los une. Es esa fatalidad poética para entregarse a lo desconocido, la cual se encuentra acompañada de una confianza lúdica. Esa fatalidad, como ese extra a la sobrevivencia, podemos llamarlo «arte de vivir», la posibilidad de generar belleza con nuestra propia existencia.
No sé si Jerónimo, Ivonne, Max y el mismo Vicente, como personajes, son conscientes de esa fatalidad poética. Lo importante es que la viven y en ese sentido es un destino, un destino que se confunde con el recorrido. La vida también puede ser una obra de arte, como la música, la pintura, una novela.
Sin embargo, esa relación tan estrecha e intensa con los tres se va forjando en el camino. Al principio, Vicente se siente más bien molesto con ellos. ¿Qué es aquello que cambia en él y cómo se produce esta «negociación» entre seres tan aparentemente distintos?
En un comienzo a Vicente los tres le parecen unos esnobs. Sus pintas, sus ropas, esa manera que tienen de andar celebrando la vida en todo, como un filisteísmo satisfecho. En esa celebración exagerada de las cosas se esconde una hipocresía que a Vicente le molesta. Creer que todo es hermoso es lo falsamente hermoso, lo falsamente atractivo. Lo auténtico, lo limpio, lo bueno, nunca es condescendiente. Pero poco a poco, mientras recorren la selva peruana hasta la costa, Vicente comienza a cambiar.
Los tres son un tipo de viajeros con los que él nunca se había topado antes. Como sacados de una fábula tienen eso que se ha llamado el «habitar poéticamente». Diría que después de que cruzan la frontera, ya en Chile, a la altura del desierto de Atacama o por ahí, Vicente se rinde a esa posibilidad. Además, en algún momento de la ruta sucede que Vicente no puede dejar de mirar a Ivonne por el espejo retrovisor. Se ha enamorado de ella, de su enigmática perdición. Como sea, durante el viaje pareciera que entre Vicente y los tres se ha sellado un pacto eterno, un pacto fruto de la pura casualidad de los encuentros, o por un azar lleno de sentido, como si la poesía se hubiese encargado de juntar las piezas. Pero no lo sé, eso escapa a mi comprensión.
Vicente es un desheredado, un ser errante que huye constantemente de sí mismo. Sin embargo, es el reciente descubrimiento de que tiene una hija lo que le hace volver a su natal Santiago de Chile. ¿Cuál es ese poder que alberga el amor filial? ¿Cómo crees nos cambia?
El regreso a casa, y marcado por la búsqueda de un hijo, es un tópico recurrente en las historias más antiguas. Lo reconocemos en la Odisea de Homero y también en una telenovela. Aunque no todas las personas tenemos los mismos grados de amor filial, la aparición de un hijo marca un antes y un después. Es la línea de pasar de la juventud a la adultez, presente en los rituales de iniciación de todas las culturas. Cuando Vicente recibe la noticia de que tiene una hija en Chile y decide emprender su regreso, comienza incluso a cambiar su percepción del paisaje que va recorriendo.
En lo referente a la naturaleza de tu protagonista, ¿te consideras a ti mismo un outsider?
Hasta hoy no encajo muy bien en el sistema, en la aparente variedad de posibilidades que ofrece el sistema. Pero la palabra outsider, muy hermosa y literaria, me queda grande. Tengo hijos, y por lo tanto tengo obligaciones como todos mis vecinos en el pueblo donde vivo. Un periodista español que vive en Nueva York y que tiene una prosa afilada como un cuchillo, Argemino Barro, me acaba de recomendar un ensayo de un escritor estadounidense llamado Michael Chabo, que aborda la idea de que vivimos adentro y afuera del sistema al mismo tiempo. Dicho de otro modo, lo que nos molesta del mundo está dentro de nosotros.
El viaje geográfico ha supuesto, en esta y otras de tus obras, una metáfora intemporal que ofreces como un camino de autodescubrimiento. ¿Son estas aventuras algo del pasado? ¿Qué diferencias encuentras entre esa alma inquieta del viajero del pasado y los mochileros actuales?
Tus preguntas son esenciales. En el fondo es por qué puede ser relevante hoy una novela que recuerda un viaje de los ochenta. Esta era digital, de relaciones virtuales, nos condiciona a una vida cada vez más sedentaria, mental, programada; el viaje geográfico, tal vez más que nunca reafirma una opción de vivir lo desconocido, y comprometiendo el cuerpo.
Cualquier crónica de viaje, diario de viaje, novela de viaje, aunque hable acerca del pasado, creo que nos está diciendo algo así como: todo pasa demasiado deprisa, está demasiado estructurado, mete la pata y enamórate de quien no debes, atrévete a decir lo que quieras, equivócate, rectifica tal vez, pero sobre todo viaja, viaja, que los años corren… Una manera intensa de vivir es viajando por territorios desconocidos, inciertos, interactuando con extraños. Pese a todas las vigilancias y peligros, en el camino sentimos una libertad entrañable. Incluso en la decepción de nunca encontrar lo que fuimos a buscar hay algo muy potente. En eso no veo ninguna diferencia entre un viajero del pasado y un mochilero.
En La Panamericana comparas constantemente la emoción de la vida en los ochenta y la gris realidad del mundo tecnológico actual. ¿De qué forma ha cambiado la tecnología y la globalización nuestra forma de relacionarnos con el mundo? ¿Estamos abocados a soñar con ovejas eléctricas o todavía hay tiempo para la redención?
No fueron profetas religiosos los que predijeron estos tiempos globalizados de manipulación tecnológica, superinformados pero con menos capacidad analítica, de imaginación libre. Fueron novelistas, un Orwell, un Philip K. Dick, quienes nos enfrentaron a la amenaza de la libertad humana ante las ideologías tecnológicas y sus paraísos eficientes.
La ficción literaria sigue siendo el terreno de la especulación, de los pocos espacios de reflexión libre e imaginativa que van quedando ante la programación tecnológica. Una novela nos hace dudar de las grandes verdades, y con belleza. En el relato más horroroso hay belleza. Mejor dicho, una novela es una especie de monumento a la civilización. La abres, lees, la interpretas y te transforma lentamente. Una novela de un viaje hacia el pasado, durante los ochenta, puede reflejar ese estado de libertad amenazada. El tema del viaje como vida y tema es una de mis pasiones. Será mi lado americano. América es producto o invento de un viaje, de un encuentro inesperado. El viaje de Colón está en sus crónicas.
Tu libro va más allá de una realidad geográfica, es también un mapa de la historia. No en vano se sitúa en una de las épocas más convulsas de la historia de Chile: la dictadura militar que duró hasta 1990. ¿De qué forma influyó esta en tu literatura? Además de las referencias directas, ¿hay algo más de ella en La Panamericana?
En la novela, desde que la ruta de la Panamericana entra a Chile, la represión de la dictadura militar es un constante escenario de fondo, pero Vicente y los tres responden de una forma casi evasiva.
Me siento parte de una generación que ha existido en todas las épocas, que ante contextos opresivos toma posiciones casi evasivas. Una generación que desde el compromiso político es vista como escapista, y hasta decadente. Yo creo en el escapismo como una salida ante momentos y estados de dogmatismo, opresión, violencia. Lo terrible de las mil formas de dictaduras es que te atrapan la mente, también a los que protestan contra ella. Vicente y los tres están permanentemente huyendo de la órbita mental de la dictadura opresiva con su manera de viajar, no están protestando nunca desde la política, sino desde la poesía, la imaginación. Podríamos decir que su activismo es de celebración, algo muy raro que a veces parece una locura, fuera de la realidad, pero es su realidad.
Nos gustaría saber cuánto de Vicente Concha hay en Santiago Elordi, y viceversa.
Como escritor y como persona, intento mantener cierta distancia respecto a las euforias masivas. La desconfianza a las verdades colectivas es otra característica que comparto con el personaje Vicente Concha. Me cuesta dejarme llevar por activismos sociales, por muy justos y coherentes que parezcan.
Quizás es una deformación literaria, y es que se dice que aprendemos desde la experiencia directa con las cosas. Pero la literatura, aunque artificio, también nos enseña, si consideramos que leer puede ser una experiencia. La literatura indaga en todos los posibles tipos de caracteres humanos. Además, nos da un punto de vista ante las cosas. Junto al placer y la belleza, nos entrega un tipo de observación que modifica nuestra conciencia individual. Más que en una acción inmediata nos coloca en un estado de reflexión sobre las cosas. En esta era de transición digital, veloz, la no acción puede ser una respuesta, incluso tan efectiva o más efectiva que los activismos sociales. Porque todas las cosas están relacionadas ¿verdad? Esto lo sabían los poetas taoístas hace cinco mil años, y lo reafirma la actual teoría científica del entrelazamiento cuántico.
Entonces, ¿cómo resumirías la misión que puede tener la literatura en nuestra sociedad?
Creo que tiene la misión universal de crear belleza y de hacernos dudar. Dudar de las masas que se movilizan ante ideas simples. Las personas y la sociedad son realidades complejas, y cuando las quieren reducir a ideas simples, capaces de movilizar a las masas, es peligrosísimo. Pienso que nunca debemos sentirnos a salvo de la violencia. Cuando se tienen las ideas demasiados claras y se lucha por ellas pueden germinar las semillas de la violencia, porque la violencia está dentro de cada uno de nosotros. La tarea de un escritor no es ser propagandista ni activista de ninguna idea, es dudar y hacer dudar. Las dudas nos unen más que las grandes verdades, porque la existencia misma es un desconocido, y es mejor reconocerlo. Mientras hablamos, creo que soy eso que hoy suena rancio: un escritor humanista.
Cambiando de tema: ¿cuáles son las herramientas que utiliza un escritor consagrado como tú a la hora de enfrentarse al papel en blanco? Háblanos un poco de cómo fue el proceso de creación de La Panamericana.
No soy ni me siento un escritor consagrado, y no sé si vale la pena serlo. Puedo imaginarme la cantidad de demandas y obligaciones que puede entrañar ese privilegio. Horas y días y años de sobreexposición mediática. Es muy posible que llegar a escribir más o menos bien sea acabar encerrado toda tu vida a solas con las palabras, y no hay fama que te compense eso, haber dedicado toda tu vida a conseguirlo. Creo que el único gran éxito en escribir, más allá de las consagraciones y también fracasos, es no perder el entusiasmo por escribir.
En el proceso creativo de La Panamericana pasé por momentos difíciles, como cualquier escritor. Años me tomó darme cuenta de que desde unos viejos cuadernos con notas de viaje podía surgir una novela. Hice mil intentos para transmitir ese tono íntimo de esas notas que no fueron escritas para hacer ficción. Pero cuanto más cuesta escribir algo, menos cuesta leerlo; ese principio me ayudó a persistir. Tropecé con otra dificultad en el segundo capítulo o movimiento de la historia, cuando Vicente encuentra a los tres y a su hija en Santiago. Tiene esa especie de renacimiento en su vida, de epifanía. Fue muy difícil de sostener porque la felicidad nunca ha sido muy amiga del arte.
¿Cuál es el mayor logro que consideras haber alcanzado con tu novela, tanto a nivel personal como creativo?
He recibido algunos comentarios acerca de que la historia se lee fluidamente, y eso me alegra. Pero mis logros o aspiraciones, como los de cualquier escritor, debiesen aparecer más allá de cualquier dominio técnico o solución creativa. Tienen que ver con una relación profunda con los lectores, que en algún momento intuyan algo que quise decir sin haber podido escribirlo.
La Panamericana es una novela ecléctica y total, pues en ella se tratan temas de la más diversa índole: el amor erótico, la amistad, la nostalgia de la juventud, la amenaza del totalitarismo tecnológico, etcétera. Todo ello en un contexto latinoamericano. ¿Cómo conseguiste aunar todo en una única narración? ¿Tenías idea de lo que te traías entre manos desde el principio o surgió según escribías?
Hay planes y van cambiando, como en un viaje. Quise desde un comienzo escribir una fábula del continente que incluyera todas mis obsesiones, desde la cultura viva del mundo precolombino hasta las crónicas de los conquistadores, como las del loco Lope de Aguirre que desde una valsa en el Amazonas le declara la guerra al rey Felipe II. Que el poblamiento de un continente, la fuerza de ese enorme cruce de civilizaciones, los sueños del Dorado y sus tragedias fuese la pulsión que arrastrara una historia de ficción en la forma de un viaje.
Todo esto que podría ser América, y una épica, se fue contando sin reivindicación histórica. Tengo la impresión de que la tendencia de las épicas en Latam es construir una historia de víctimas y victimarios. Hay una escena nítida en esta dirección, cuando acaba la Panamericana y comienzan los mares del sur. La muñeca hinchable que iba en el auto salió con una ventolera por la ventana, se ven unas torres de alta tensión en unos campos desolados, la tierra está erosionada. Uno de los sueños americanos es el de la naturaleza indómita, y se viene abajo. Como escritor veo una belleza en eso.
En esta tensión se recorre la selva del Amazonas, aparecen los dibujos de Nazca en el desierto peruano, las grandes ciudades sobrepobladas, y se llega hasta la Patagonia, con su inmensa tristeza, como dijo Cendrars en su colosal poema «Trans-Siberiano». Sin proponérmelo, resultó esta especie de tortilla, de cazuela tipo americana con la variedad de temas y realidades que tú mencionas.
Muchas gracias por todas tus respuestas, Santiago. Antes de despedirnos, nos gustaría saber si actualmente sigues inmerso en algún nuevo proyecto y si este tiene un lugar predominante en tu día a día.
En el pueblo donde vivo tengo una rutina. Por las mañanas llevo a mis hijos al colegio, nos vamos saltando y tratamos de no pisar las líneas del pavimento. La aspiración del arte es transformarse en una forma de vivir, ¿verdad? De vuelta a casa cierro las cortinas, y a oscuras me pongo a escribir hasta la tarde. Cuando puedo nado en el mar.
Ahora estoy enfrascado en una novela de vampiros. Una pareja de vampiros enamorados que practican la filosofía de la ataraxia, una vida serena y sin ambiciones. Quieren mejorar el mundo «transfusionando» la sangre de los más ambiciosos, poderosos e influyentes seres de estos tiempos. Desde Putin, Donald Trump, el líder de la ingeniería genética, Bryan Johnson, hasta los gurús millonarios en la India.
Me gustaría participar o aportar algo a este género del Drácula de Bram Stoker, Théophile Gautier y tantos escritores como Rubén Darío, con su Thanatopía, o Gustav Meyrink. Incluso de detractores como el monje Feijoo aquí en España. Darle a este género una vuelta de tuerca, o al menos intentarlo. Como puedes observar, hoy mis viajes y aventuras están a la vuelta de la esquina.
En 2005 emprende junto a la pintora Kate Macdonald un viaje de cuatro mil kilómetros por el estado de Mato Grosso, Brasil, siguiendo la ruta del explorador Percy Fawcett, quien hace más de un siglo se perdió en una expedición. Este viaje ha quedado registrado en el documental Punto Z. En 2010 cofunda Visual Public Service, un colectivo de intervenciones públicas. Actualmente vive en Jávea, Alicante, un pueblito del mediterráneo español.
La Panamericana, novela que recibe su nombre de la ruta que atraviesa América desde Alaska hasta la Patagonia, es su tercera publicación, y ha sido editada por La Huerta Grande. Narra las aventuras de Vicente Concha, un viajero chileno que durante la década de los ochenta huye de sí mismo, pero que verá transformada su vida a partir de un encuentro peculiar en un muelle del Amazonas colombiano. Conocerá entonces a los tres: una chica argentina y drogadicta, Ivonne; un viejo hippie mexicano, Jerónimo; y un peruano mezcla de dandi gay y lumpen, Max.Perteneciente al género de frontera, La Panamericana es una novela de viaje iniciático. La conforman una especie de diario de viaje, la crónica realista y la imaginación exuberante, lo que por momentos dificulta distinguir si lo que se lee es fantasía o la más cruda realidad de un continente.
Escrita desde una zona incierta, algunas reseñas comienzan a definir esta novela como un espacio renovador de la narrativa latinoamericana. La descripción de los paisajes, el paso por los pueblos y hasta las bolsas plásticas que el viento levanta a orillas de la ruta son interpretadas como las claves de un viaje que inaugura una nueva épica latinoamericana. “América aún no ha sido descubierta”, así comienza uno de sus capítulos.
Disponible en: Amazon, Casa del libro, La Huerta Grande, Fnac, Corte Inglés y AppleBooks
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