La vida no es tan perfecta como nos gustaría. Podemos elegir uno u otro camino, pero nunca sabremos cuál es el mejor. Ni siquiera tenemos tiempo para pensarlo demasiado. El ritmo del día a día no deja lugar a muchas preguntas ni reflexiones profundas. En cambio, un día te paras a pensar y encuentras tiempo para mirar a al mundo. Te das cuenta de que la vida no consiste en alcanzar la perfección, sino la felicidad. Y cada uno la encuentra en aquello que le llena el alma. Aprendes a realizar el duro ejercicio de rellenar los huecos de la existencia. Y de esto versa la novela La fábrica de lápices, de Santiago Alcázar Mouriño.
La fábrica de lápices nos presenta a un narrador personaje, un hombre que hace repaso de su vida en sus últimos días mientras se encuentra recluido en un hospital de Finlandia. Con él caminamos por innumerables paisajes y sentimos el frío de las paredes que le encierran, del suelo que empieza a tambalearse bajo sus pies, del sentir cómo la lucha por la vida intenta escapar del impávido tic tac del reloj. Los viajes en barco, los paseos por el bosque, el primer amor, el peso de una tediosa rutina sobre los hombros… No hay pasaje o capítulo de este libro que no consiga atarnos a ese mundo interior. Es un universo tan rico de descripciones, de emociones y de lugares tan comunes que resulta imposible apartar la mirada.
Mediante un lenguaje tremendamente poético, recorremos la vida del protagonista de su mano, apelando al sentimiento primigenio inherente al ser humano. Qué somos y qué nos gustaría ser, qué hacemos y qué nos gustaría hacer, dónde vamos y dónde queremos ir… Preguntas que parecen imposibles de responder. Bueno, más que imposibles de contestar, difíciles de llevar a la práctica. Al entrar en el ritmo frenético del mundo que nos rodea, nos perdemos con frecuencia. No obstante, Santiago Alcázar Mouriño nos tiende una mano en este proceso. A través de las reflexiones del protagonista, nos propone llenar los vacíos, reflexionar sobre lo que realmente es importante y lo que perdurará más allá cuando la oscuridad aceche. El autor nos invita a reconstruirnos a nosotros mismos, a ir desde el principio hacia el final. Es una llamada a atravesar los bosques, a romper con la banalidad y comenzar a fortalecer los cimientos.
Es más, en La fábrica de lápices, no solo asistimos al análisis y el viaje interior del personaje. También a la propia madurez creativa del autor, quien demuestra una tremenda sensibilidad y lucidez en una narrativa de gran calidad. Hay momentos en los que la belleza de sus palabras es tal que estas golpean directamente en lo más hondo. Nos dejan un halo de nostalgia y un grito ahogado a su paso. Al igual que en su anterior obra, Ser nadie, plantea un camino de ida y regreso hasta el principio. Desde la niñez a la vejez y vuelta a la infancia de la mano esos hijos que pasarán por los mismos parajes en un futuro.
Cuando se ha superado más de la mitad de la vida, hay que aprovechar el tiempo, ahora menor. Es importante saber vivir con lo que uno es, trabajar sobre eso y marcharse con plenitud. Así, el discurso debe plantearse desde la savia que se abre paso dentro cuando el frío amenaza con llevárselo todo. Santiago Alcázar Mouriño cuenta los últimos resquicios de un hombre anciano y, partiendo del final, nos redirige a la vida. Su novela es un canto a la poesía que reside en cada corazón, una música tan sincera y tan bella que mece y besa el espíritu.
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